Estos árboles tristes que de pronto lloran, que se liberan del todo el día menos pensado...
Tuve una cajita en la que me guardé una vez, pero luego, el tiempo y la distancia la desdibujaron y ahora no sé más cómo encontrarla. Esperanza se sienta a la mesa del comedor y me tienta la memoria con un panquecito que dulcemente ofrece, a sabiendas de que prefiero lo salado. El perro negro y blanco del vecino ladra vigoroso al gato gris y gordo del otro vecino, que está sentado en el marco de la ventana del tercer piso; el gato ni se inmuta, simplemente disfruta del sol mientras abajo el perro se desgañita sin remedio. Les veo atributos del todo humanos mientras la tetera chilla avisando que está lista.
La emoción que la llegada del cartero me provoca es siempre única y vibrante. Sólo que a últimas fechas, me trae casi en exclusiva cuentas y propagandas, nada que valga la pena para sorprender al corazón. La era digital lo ha cambiado todo, incluyendo estos detalles que para mí, son colosales desde que tengo memoria. Recuerdo aquellos tiempos en que al avistar un sobre de procedencia lejana o ni tanto, mi mente se perdía en las posibilidades que ofrecía antes de descubrir al remitente. Luego llegaba la sonrisa al evocar la imagen de aquel cuya mano había trazado las líneas que ahora brillaban inquietas en el anverso y reverso del sobre. Un infinito de posibilidades yacía en las entrañas del pedazo de papel, a veces laqueado, otras dibujado y las más, con estampitas que recordaban al arcoiris. Me especialicé en diversas formas de abrir los sobres pero la que más me gustaba era esa de ir a buscar las tijeras para cortar, rasamente, una ínfima parte del cuerpo en forma horizontal. Voilá el secreto profundo en papel ligero, azul o blanco, o en papel más pesado de diversos tonos, colores y texturas. La caligrafia del otro era siempre un presente, una extraña sensación de tenerle allí, a mi lado. La voz del remitente, cuando conocida, seguía los pasos de mis ojos al bailar sobre las líneas. Siempre me perdía en ese mundo que alguien me abría por un momento y vivía a tope todo el universo enrevesado en líneas ahora más juntas, ahora menos: la hechura a mano no tiene parangón. Si corría con suerte, además de la carta cabía alguna sorpresa: postales, fotos, mapas, flores y papelitos que en mis manos cobraban diversos significados. Instantes capturados que se me ofrecían como regalos preciosísimos e insuperables. Y cuando ya había terminado de ver todo, volvía a empezar de nuevo. Releía muchas veces el contenido de aquellos sobres y en cada ocasión, encontraba guiños nuevos, que me contaban entrelíneas las más variadas historias.
Todas las cartas de toda mi vida siempre se almacenaron primero en una cajita, luego en una caja más grande, luego en dos y así, hasta que se desbordaron del cartón que las contenía y las más recientes se encuentran quizá bajo algunas pilas de papel esperando entrar en las cajas ahora que logre organizarme un poco, pero nunca me deshice de ninguna de ellas porque soy una sentimental. En épocas recientes, a veces llegan postales y las más, tarjetas de navidad. Pero son muy pocas en comparación a esos tiempos que ahora parecen tan lejanos.
Aún tengo un par de cajones en la casa, llenos de implementos para elaborar las cartas: una gama de papeles, postales, estampitas, sobres y quién sabe cuánta cosa más junto con una vieja libreta de direcciones, en papel reciclado y de forros con cartón corrugado, que habla de lugares diversos y del pasar de los días. En los últimos años, ha sido casi imposible el romper con la inercia trajinera laboral y lograr tener espacio para al menos, por navidades, escribir unas cuantas tarjetas para enviar aquí y allá. El problema es que tardo mucho en elaborar cada una de esas estampas de mi vida -nada de manufacturas en serie o impersonalidades que sólo estampan una firma-, que ofrezco con todo el cariño a los destinatarios. Esta vez quiero salir del marasmo y reavivar el sonido de la nostalgia, vamos a ver si la vida me da oportunidad de reencontrarme una vez más con aquella yo, que hoy ando buscando.
Estos árboles tristes que de pronto lloran, que se liberan del todo el día menos pensado, se parecen a mimisma. Hermosa similitud que, en este instante, me llena de profunda alegría y me recuerda la frase genial que decía que sólo perdiéndose es como se encuentra una. Tenía razón.
Tuve una cajita en la que me guardé una vez, pero luego, el tiempo y la distancia la desdibujaron y ahora no sé más cómo encontrarla. Esperanza se sienta a la mesa del comedor y me tienta la memoria con un panquecito que dulcemente ofrece, a sabiendas de que prefiero lo salado. El perro negro y blanco del vecino ladra vigoroso al gato gris y gordo del otro vecino, que está sentado en el marco de la ventana del tercer piso; el gato ni se inmuta, simplemente disfruta del sol mientras abajo el perro se desgañita sin remedio. Les veo atributos del todo humanos mientras la tetera chilla avisando que está lista.
La emoción que la llegada del cartero me provoca es siempre única y vibrante. Sólo que a últimas fechas, me trae casi en exclusiva cuentas y propagandas, nada que valga la pena para sorprender al corazón. La era digital lo ha cambiado todo, incluyendo estos detalles que para mí, son colosales desde que tengo memoria. Recuerdo aquellos tiempos en que al avistar un sobre de procedencia lejana o ni tanto, mi mente se perdía en las posibilidades que ofrecía antes de descubrir al remitente. Luego llegaba la sonrisa al evocar la imagen de aquel cuya mano había trazado las líneas que ahora brillaban inquietas en el anverso y reverso del sobre. Un infinito de posibilidades yacía en las entrañas del pedazo de papel, a veces laqueado, otras dibujado y las más, con estampitas que recordaban al arcoiris. Me especialicé en diversas formas de abrir los sobres pero la que más me gustaba era esa de ir a buscar las tijeras para cortar, rasamente, una ínfima parte del cuerpo en forma horizontal. Voilá el secreto profundo en papel ligero, azul o blanco, o en papel más pesado de diversos tonos, colores y texturas. La caligrafia del otro era siempre un presente, una extraña sensación de tenerle allí, a mi lado. La voz del remitente, cuando conocida, seguía los pasos de mis ojos al bailar sobre las líneas. Siempre me perdía en ese mundo que alguien me abría por un momento y vivía a tope todo el universo enrevesado en líneas ahora más juntas, ahora menos: la hechura a mano no tiene parangón. Si corría con suerte, además de la carta cabía alguna sorpresa: postales, fotos, mapas, flores y papelitos que en mis manos cobraban diversos significados. Instantes capturados que se me ofrecían como regalos preciosísimos e insuperables. Y cuando ya había terminado de ver todo, volvía a empezar de nuevo. Releía muchas veces el contenido de aquellos sobres y en cada ocasión, encontraba guiños nuevos, que me contaban entrelíneas las más variadas historias.
Todas las cartas de toda mi vida siempre se almacenaron primero en una cajita, luego en una caja más grande, luego en dos y así, hasta que se desbordaron del cartón que las contenía y las más recientes se encuentran quizá bajo algunas pilas de papel esperando entrar en las cajas ahora que logre organizarme un poco, pero nunca me deshice de ninguna de ellas porque soy una sentimental. En épocas recientes, a veces llegan postales y las más, tarjetas de navidad. Pero son muy pocas en comparación a esos tiempos que ahora parecen tan lejanos.
Aún tengo un par de cajones en la casa, llenos de implementos para elaborar las cartas: una gama de papeles, postales, estampitas, sobres y quién sabe cuánta cosa más junto con una vieja libreta de direcciones, en papel reciclado y de forros con cartón corrugado, que habla de lugares diversos y del pasar de los días. En los últimos años, ha sido casi imposible el romper con la inercia trajinera laboral y lograr tener espacio para al menos, por navidades, escribir unas cuantas tarjetas para enviar aquí y allá. El problema es que tardo mucho en elaborar cada una de esas estampas de mi vida -nada de manufacturas en serie o impersonalidades que sólo estampan una firma-, que ofrezco con todo el cariño a los destinatarios. Esta vez quiero salir del marasmo y reavivar el sonido de la nostalgia, vamos a ver si la vida me da oportunidad de reencontrarme una vez más con aquella yo, que hoy ando buscando.
Estos árboles tristes que de pronto lloran, que se liberan del todo el día menos pensado, se parecen a mimisma. Hermosa similitud que, en este instante, me llena de profunda alegría y me recuerda la frase genial que decía que sólo perdiéndose es como se encuentra una. Tenía razón.
Imagen que acompaña: Árbol del Tule, Oaxaca (2008), por Ruy Mejía.
10 comentarios:
jejeje! Otra vez! Me acabas de recordar el máximo pudor que he adquirido de exhibir mi escritura a mano, un poco caótica y deobligada. Pero sobre todo, me he recordado que yo tenía dos escrituras: la de "andar" y la de "salir", creo que la de andar murió de inanición. Me voy a comprar un cuaderno de cuadrícula grande y voy a dedicarme a oxigenarla, en una dee sas, revive.
Mara querida, mientras sigas viniendo y comentando todo esto, puedes llegar en cualquier lugar mi reina, que serás atendida igual de bien todas las veces. Me gustaron mucho tus dos formas de escritura (supongo que la de salir sigue por ahí), hagamos un ejercicio para revivir a la de andar: como no te compres pronto el cuaderno, te lo compro yo. Besos oxigenadores.
Mi letra "de andar por casa" parece la de un médico presuroso. Por eso, cuando llego a escribir, lo hago con un cuidado casi infantil y, últimamente, con mayúsculas de diversos tamaños. Menos mal que existe la libreta electrónica, en donde por cierto ustedes dos (ya sabes quién es la otra) se las arreglan para dejarme pasmado y destrozar con talento mis borradores, tan cuidadosamente pergeñados.
Lo bueno es que hay muchas más cuartillas todavía...
Querido Ivanius: Más bien, la letra de andar en casa suena como a pijama y no bañarse... Nunca he pretendido destrozarte nada, nomás decorar y acaso, tender otros hilos que lleven a otros lugares; eso sí, siempre es un placer, besos.
Ahhh! ¡Qué delicioso sabor el del sobre de papel que contiene la carta esperada!
Yo insisto (porque justo acabo de escribir algo sobre cartas), las cartas "tradicionales" saben a dedicación.
Ojalá te encuentres el tiempo para dedicarle a la escritura de tarjetas... o de notitas! Seguro dejarán muy buen sabor en sus destinatarios.
Un abrazo grande
Alejandra querida: Tienes toda la razón, saben a dedicación, a cariño, a tiempo pasado entre remitente y destinatario, y de ahí, su valor. Ojalá y encuentre el tiempo, gracias... pero mientras tanto, el buen sabor de boca me queda con tu comentario, besos con cariño.
Definitivo.
Esta vida tan dinámica nos va llevando a todos a olvidarnos de esos detalles. Lo que más me impresiona es que no hace tanto que yo también recibía cartas.
Y las atesoraba. Y elaboraba mi respuesta.
Y esperaba y esperaba las réplicas.
Era tan emocionante.
Pero bueno, de no haber sido porque ahora la mayoría de las cartas son casi-abiertas, y los pedazos del alma son como este que pones acá; no te hubiera conocido, estimada Paloma.
Así pasa. Vivimos viendo parriba parados en cadávers y ayeres.
¡¡¡¡¡¡¡¡Siete!!!!!!!!!!
Tu presencia aquí, de entrada, me hace sentir casi como recibir una carta por correo. ES muy emocionante y tienes la boca llena de razón: nos estamos olvidando de los detalles y lo importantes que son para vivir. Te abrazo con mucho cariño.
Hey, vaya sorpresa este blog que me ha puesto "enchufado" por sentimientos similares. Y es doble mi alegría primero por la actitud discursiva y segundo por compartir un apellido que será de los muy comunes, pero que tiene sus personajes se cae de suyo. Hay bastante para conocer de ti muchacha mexicana y no me apartaré de la huella, saludos argentinos!!
Querido muchacho argentino: sea siempre bienvenido a este espacio como si fuese su casa, ya por el apellido ilustrísimo ya por el discurso. Enhorabuena por los enchufes que acercan y nos estaremos siguiendo las pistas, un abrazo.
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