
Después de muchas vueltas y cambios, el ser humano desarrolló un complejo sistema de comunicación dotando a los signos de significado o a los significados de signo, según como se vea. Y eso ocurrió luego de que la evolución hiciera su trabajo al proporcionarnos este aparato vocal que, aunque a veces no lo parezca, es una maravilla. El punto es que surgió eso que hoy llamamos lenguas y que son, en casos como el nuestro, una verdadera complejidad: sistemas intricados de capas que, emulando a una cebolla, poseen reglas particulares que dictaminan la construcción de ideas para expresarlas y compartirlas. El lenguaje que desarrollamos fue mucho más allá, y se plasmó en diversos medios escritos, electrónicos, pero también sirvió para transmitir ideas sin palabras (que tampoco es novedad en la historia de la humanidad) y palabras sin ideas (¡toda una revolución!). Hasta ahí, suena más o menos bonito, ¿no? Ahora bien, ¿qué es entonces lo que está ocurriendo ahora? Me explico.
Pasamos buena parte de nuestras vidas hablando, diciendo palabras que significan tal o cual cosa. Hay quienes hablan más que otros, pero de eso no voy a hablar aquí ahora. Sin embargo, me viene pareciendo frecuente el hecho de que lo que se dice ya no está comunicando ideas, sino que nomás se dice y el viento se lo lleva. ¿Quién no se ha visto sorprendido por un jefe, un amigo o hasta un desconocido que dice algo que, de pronto, nos es imposible entender? Cuando me di cuenta las primeras veces, pensé que a lo mejor me estaba quedando tonta (que bien puede ser cierto, aunque eso es harina de otro costal), pero son ya tantos los ejemplos que mi tesis inicial ha cambiado radicalmente. Las personas a nuestro alrededor hablan (y conste que yo no me salvo del ejemplo) y dicen suponiendo que nosotros sabemos algo que no se dice, pero como los que escuchamos no sabemos, pues no entendemos. Huelga decir que la cantidad de malentendidos en la actualidad por esta falta de comunicación, me parece alarmante. Puede que el caso no sea nuevo en la historia, pero es que cada vez pasa con mayor frecuencia, no hay derecho...
Además, al menos en el entorno en el que me muevo, el número de palabras utilizadas tiende a reducirse dramáticamente. Pareciese que todos estos siglos que nos dieron riqueza en la lengua, no han servido de nada, porque ahora, como pasa con los celulares, está de moda el disminuir más y más el tamaño de las cosas. Y por si fuera poco, se nos hace más cómodo usar palabras prestadas de otras lenguas que construir las propias, además, eso se ve como una acción en contra de la modernidad. El afán reduccionista nos invade a tal grado, que dicen por ahí, que en la actualidad, el número de palabras usadas cotidianamente por un adolescente mexicano ronda por las cien… ¿qué se hace entonces con el resto del diccionario? ¿Lo tiramos a la basura y ya? O para remar en contracorriente nos dedicamos a usar otras palabras que en poco nadie más conocerá, asumiendo el riesgo de que todavía, nos entendamos menos.
Como si no faltaran motivos, la vida contemporánea sigue dándonos razones para reducir aún más el número de palabras que usamos. ¿Para qué escribir toda una frase diciendo “estoy muy feliz” si podemos ahorrarnos el tecleo con sólo tres signos, a saber :^D, que además, dependiendo del contexto, puede tener un montón de otros significados ocultos y acaso, desconocidos para nuestro interlocutor? Y luego vienen las paqueterías que todos usamos en las computadoras que desconocen muchas palabras, pero eso sí, nos permiten agregarlas al “propio” diccionario. Está bien que una lengua es un sistema en movimiento que se modifica constantemente, pero ¿a poco a tal grado que cada quien puede armar su propio diccionario? Porque, no es que sea yo enemiga de la pluralidad (me parece maravilloso que cada cual construya su propio diccionario) pero dudo mucho que, a estas alturas, existan muchas personas que se dediquen a enriquecer sus paqueterías.
En fin, que me parece trágico que todo lo anterior suceda y para empeorar el asunto, sucede bajo nuestras propias narices y sin darnos apenas cuenta. ¿Qué camino debe elegir el que se dedica a estudiar el lenguaje, el que se dedica a enseñarlo o el que lo usa en su labor cotidiana? ¿Y los que son puro lenguaje y lo escriben y lo hablan como forma de vida? ¿Qué elección personalísima tenemos, si es que la tenemos de veras, cada uno de nosotros, de contribuir o no a esta hecatombe? ¿Qué hacer si cada vez nos entendemos menos? No tengo la menor idea de qué decir ante todas estas preguntas que planteo y por eso es que resolví publicarlas, para ver si alguien puede ayudar a desenmarañarme.