
Todo empezó como suelen iniciar estas cosas, por pura casualidad. Unos pasos más y estaban jugando con fuego. Sin darse cuenta, cruzaron la frontera invisible que cerca al buen juicio y, embelesados por las sensaciones, se adentraron en un lugar que no hubieran visitado de otra manera, donde lo que debe ser y lo prohibido se desdibujan y confunden sus límites. Cuando se percataron del rumbo, ya era tarde: la piel ardía y el deseo quemaba, la danza había comenzado. Para ser humanos la razón debe dominar al instinto. Puede que quisieran detenerse —no lo sabemos en realidad— pero la fiera interna venció al arrastrarlos hacia playas desconocidas y convertirlos en un amasijo de cuerpos enfebrecidos. Fueron plenos y felices con ecos lejanos de culpas, tal vez —eso no tiene importancia para la historia—. Pasada la tormenta, el cielo se despejó y el viento disipó las cenizas de aquella hoguera. Se separaron porque lo suyo no era posible, porque no había nada que los mantuviera juntos. Sin embargo, no lo olvidarían jamás: sabían que la memoria de la piel es parte sustancial de la cartografía humana.
© Seattle Miles, (2009), It takes two to tango in Buenos Aires en: