
La tarde cae plomiza y el aire quema las entrañas, respirar es una proeza. Ella contempla el horizonte. El rostro adusto se llena de tierra yerma conforme sopla el viento mientras la línea de la boca apenas se percibe, comprimida por la rabia y la hinchazón de un golpe reciente. Los puños cerrados ocultan unas manos llenas de ámpulas, producto del trabajo intenso con el azadón. Sabe que está embarazada y la perspectiva de un cuarto hijo la asfixia más que la bestia del marido borracho cabalgándole encima. Cuando nació el tercero, suplicó en el hospital que la vaciaran pero le dijeron que no, que todavía era muy joven y que Dios la bendecía con cada embarazo. Ella no lo creyó pero no pudo hacer nada más que resignarse. La pesadilla crece y devora, no hay salida sin nada que comer y sin lugar pa’ dónde hacerse. La vida no tiene nada que ofrecer cuando todo se ha perdido. A los diecisiete años, ya no se sueña más que con la muerte.