martes, 16 de septiembre de 2008

Camino de Zacatecas


A la Jelis, por ser excelente compañera de viaje y amiga.


La carretera infinita se presentaba ante nosotras; era la una y pico de la tarde y habíamos logrado burlar el tránsito feroz, sin apenas darnos cuenta cómo. A nuestras espaldas la vastedad de la ciudad, que en una de sus caras más agrestes, nos despedía. Todavía no podíamos otear el horizonte.
Pasados algunos kilómetros, la autopista México-Querétaro se volvía más amable, más verde: unos cuantos árboles, pirules si mal no recuerdo, nos escoltaban el camino. Al llegar al “libramiento” de Querétaro fue justo cuando todo empezó a cambiar. Una recta interminable, que subía y bajaba y se perdía entre los montes, rodeada de campos verdes y de granjas de pollos. Como íbamos a contraflujo, casi podíamos sentir que estábamos solas y que la paz, tan anhelada, nos iba alcanzando, poco a poco, luego de tantas lunas.
Una vez en Guanajuato, los pueblos y las ciudades se fueron espaciando. El camino era bastante plano y casi sin curvas, el paisaje a ratos seco y dorado, a ratos medio verdoso, y el azul con pocas nubes. El eco de otro gobierno se sentía en el ruido de las llantas sobre el cemento, ahora medio agrietado y bacheado con ese estilo tan elegante, tan nuestro. La tarde caía sabrosa sobre los puestos de tunas y fresas con crema; los paseantes se detenían a comprar cuantas delicias cayeran en sus manos con el afán de refrescarse, aunque fuera un poco, del sol abrasador que teníamos encima.
Y así como quien cambia de pavimento, cambiamos de estado y de paisaje. San Luis Potosí nos recibía con algunos declives y sus huizaches, la huella digital del norte según me contaron, que anunciaban la puerta a la mesa norte del país. Los montes se espaciaron, como quien necesita separarlos para cubrir una mayor extensión de terreno, en esta tierra de canteras amarillas. Pero para quien nunca había llegado tan al norte de nuestro país, la forma de los montes también empezó a cambiar: poco a poco, se fueron achatando y dejaron de tener esa forma de picos elevándose al cielo para volverse mesetas y otras muchas formas caprichosas que el viento esculpe lentamente con el paso de los siglos. A lo lejos, se veían zonas con nubes negras de tormenta que rugían furiosas e incesantes sobre otras latitudes.
Como recordatorio del cambio climático, Jelis me comentaba que nunca antes había visto tantas nubes en este paisaje, ni tanto verde en verano; la tristeza invadió mi corazón. Y fue entonces cuando me contó de qué están hechas las nubes… Yo, que siempre había creído que las nubes eran de vapor de agua, no pude más que quedarme boquiabierta al saber que además del vapor, contienen agua en estado líquido y sólido, son coloides, ¡menuda sorpresa!
Nuestro paso, o más bien rodeo, por la capital del estado, me dejó un amargo sabor de boca: una zona industrial, árida y gris que parecía no acabarse nunca, acompañaba el paisaje y no invitaba al viajero a quedarse un minuto más de lo necesario. Nos desviamos de la carretera que va más al norte y a la Huasteca y enfilamos por el libramiento Tangamanga, cuya sonoridad me capturó. Por todos lados, fraccionamientos de casas idénticas, una detrás de otra, nos indicaron que la ciudad está en pleno crecimiento; debe ser industrial, supongo.
Después de no pocas vueltas, logramos llegar a la autopista que conecta las dos capitales de estado en el corazón del país: San Luis y Zacatecas. Una ciclopista marca casi el límite de la ciudad y divide a la autopista en dos, unos cuantos kilómetros hacia fuera. Sin embargo, la ciclopista está viva y me sorprenden varios ciclistas en una y otra dirección.
El estado de Zacatecas nos recibió con el mejor augurio que pude haber imaginado nunca. De pronto, en una de las poquísimas curvas del camino, apareció un arcoiris cuya imagen llevo ya grabada en mi corazón. No era uno, sino tres, todos perfectamente visibles y nítidos, con sus colores delineados. Y tal fue la emoción que hicimos un alto en el camino, y bajamos, en el medio de un aire helado y una carretera casi desierta, a contemplar el espectáculo y a tomar algunas fotos que sin lugar a dudas, no reflejan un ápice de la belleza que teníamos frente a nuestros ojos.
Para quien no tenga las clases de geografía frescas (si es que las tuvo), la forma caprichosa de los dos estados produce que la carretera entre y salga de ellos, en forma alternada, haciéndole una jugarreta al viajero desprevenido. Pues justo cuando uno cree que ha llegado a Zacatecas, se encuentra con un letrero de “Bienvenido a San Luis Potosí”, y siente que es presa de la dimensión desconocida y que ha desandado el camino sin darse cuenta. Por fortuna, llevaba una guía autóctona que me tranquilizó ante la aparente incongruencia y seguimos el camino.
El suelo se volvió rojo intenso y los espacios se ensancharon, transmitiendo la sensación de pequeñez que cualquiera debiera ejercitar más a menudo. Y aunque seguíamos en tierra de huizaches, los montes chatos, cada vez más escasos, permitían contemplar la vastedad de la tierra que estábamos pisando: hacia donde voltearas, el horizonte se escapaba de la mirada.
La tarde caía y nos sorprendió el cielo con sus un mil colores simultáneos, que yo nunca antes había presenciado. Colores de fuego y de sombras, unos y otros en rincones distintos del paisaje, anunciando la partida del sol por ese día y yo sin saber para dónde voltear primero o cómo hacer para guardarme ese recuerdo por siempre. Y la carretera recta e imperturbable, seguía su paso, avanzando cada vez más sobre los 144 kilómetros flamantes de doble carril, en cada dirección, que la componen (salvo el tramo de 21 kilómetros que sigue siendo de ida y vuelta pero que ya se está construyendo).
Poquísimas poblaciones pero conforme caía la noche, veíamos sus lucecitas brillar perdidas en toda aquella inmensidad. El camino escoltado por algunas granjas y también árboles con sus puntas superiores desnudas, producto de la helada negra (ese fenómeno tampoco lo conocía, otra gran aportación al camino de la Jelis). Como ha llovido tanto, el paisaje fue bastante verde todo el tiempo, y con los últimos rayos de luz, las siluetas de los montes se iban mostrando caprichosas y elegantes, mientras que en el cielo, tras el perfil de algunas nubes, las estrellas comenzaron a saludarnos.
Ya entrada la noche, a lo lejos se vislumbra un gran resplandor en medio de la negrura que nos envolvía, era la ciudad de Zacatecas, arropada, entre otros, por su cerro de la Bufa. El aire huele a mojado, señal de que antes llovió, y el coche sigue devorando los kilómetros. De pronto, como magia apenas, entramos por el boulevard arbolado: Zacatecas nos recibía con los brazos abiertos.


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