lunes, 29 de septiembre de 2008

Julieta y el cocodrilo blanco



Julieta es la hija del panadero y tiene nueve años, como Santiago. Lo que más le gusta hacer con su padre es adornar pasteles y salir por las noches al jardín a contemplar el cielo estrellado. Su padre le ha ido enseñando el nombre de las estrellas y las formas curiosas que en ellas se esconden. Esa noche, aunque su padre no está en casa, no se resiste al buen clima que hace y, como casi no hay nubes, sale al jardín, se tira en el pasto y comienza a imaginarse historias de las estrellas.
De pronto, oye que alguien llora detrás del viejo roble. Se asoma y descubre que es un cocodrilo blanco.
— ¿Por qué lloras? — pregunta bajito.
— Es que estoy muy triste y soy muy desgraciado —, responde el cocodrilo.
— Bueno, pero cuéntame, ¿qué te pasa?
— Es que todos los cocodrilos se ríen de mí por mi color claro y porque además, vuelo lento.
— Pero… ¿los cocodrilos vuelan? Yo sabía que nadaban…
— ¡Claro que volamos! — dijo el cocodrilo un poco mosqueado. — Lo que pasa es que no nos ven porque lo hacemos de noche.
Al ver que no hacía más que incomodar al extraño visitante, Julieta decide ayudarlo. Después de varias negativas por parte del cocodrilo, Julieta le enseña su bici y le dice que siempre que monte en ella, irá muy veloz. El cocodrilo no parece muy convencido de usar el armatoste, pero luego de hacerle una demostración, Julieta le presta la bici y hace un par de ensayos: si bien los pedales le quedan un poco incómodos, logra sostenerse en pié.
Como el cocodrilo parece más tranquilo, a Julieta se le ocurre que tal vez, también pueda ayudarlo con el asunto del color claro. Así que en un abrir y cerrar de ojos, Julieta ya está preparando una buena cantidad de cobertura de chocolate amargo. El cocodrilo la mira un poco sorprendido pues nunca se hubiera imaginado que una niña supiera hacer esas cosas. Cuando la cobertura está lista, Julieta se da cuenta de que el bote en el que está la cobertura es muy profundo y delgado, pero se le ocurre que si ella sujeta de la cola al cocodrilo, éste logrará zambullirse en el chocolate. Deciden probar suerte y lo consiguen, pero ¡oh, sorpresa! Faltó un poco de cobertura en la cola. — No importa—, dice el cocodrilo mucho más animado y viéndose al espejo, —…así ya estoy mucho mejor.
Una vez que el chocolate se ha secado y que el cocodrilo, con lágrimas en los ojos agradece a Julieta, se despiden con un fuerte abrazo. A continuación, el cocodrilo se echa a volar montado en la bici.
Unos días después, Julieta y su padre salen por la noche al jardín a contemplar las estrellas. De pronto, una ráfaga de luz que cruza el cielo los sorprende.
— Mira, Julieta, es una estrella fugaz. ¡Qué bonitas son!
Julieta siente el olor a chocolate amargo. No le confesará a su padre el secreto porque nadie ha visto nunca a un cocodrilo volar, pero una sonrisa inmensa se dibuja en su cara mientras contempla el punto blanco cruzando el horizonte.

Texto que acompaña a la imagen de Agus, El grego (2008?), Cocodrilo blanco bañado en chocolate negro.
Agradezco de todo corazón la amabilidad del chocho al prestarme una copia de su pintura para colorear mi rincón desde su espacio en Tan largas pestagnas, que se encuentra entre mis esquinas visuales.

sábado, 27 de septiembre de 2008

Sábado por la mañana



Hace frío afuera de las sábanas y tardo un buen rato en deliberar entre mí y mimisma, si salir de la cama es una acción recomendable. Ni pex, allá vamos. Me miro al espejo y descubro con horror que traigo un súper derrame en el ojo izquierdo, producto de las mal dormidas recetadas por mi cretino vecino de arriba -que considera que las fiestas en días hábiles pueden durar toda la noche-, y de mi persistencia tenaz ante las pantallas en los últimos días, aunque pue’ que los dolores de cabeza de últimas fechas hayan tenido algo que ver. Con esta cara habré de enfrentar al mundo, no hay remedio. La vida transcurre casi plácidamente, hasta que suena el teléfono y me avisan que me clonaron la tarjeta. Me lleva la que me trajo, pienso y luego, cuando logro existir después del susto, pregunto que qué onda, que cómo le hacemos. Nada, no hay problema, tienen todo controlado y yo nomás tengo que hacer trizas mi plastiquito y esperar a que llegue la reposición en unos cuantos días. Pasado el mal trago, busco algo de música para refrescarme y llenar con algo lindo el corazón. Pongo a Los camilitos y de paso me acuerdo y le recomiendo a Alberto que los oiga; además, están a punto de terminar de grabar otro disco y yo que me muero de las ganas de oírlo. Enfilo hacia el baño a ver si el agua logra quitarme la mala estrella del día de hoy. En un rato más comeré, después me iré a cantar y ya luego, no se qué va a ser de mí. Hoy tengo esa sensación de desamparo metida en los huesos; será el invierno que, sigiloso, se nos viene aproximando.

viernes, 26 de septiembre de 2008

Propuesta

Hagamos del escribir un ejercicio cotidiano que nos temple el pulso y nos devuelva los minutos robados. Escribamos para decir, para contar, para soñar, para vivir. Hay que dejarse llevar por el roce de la pluma en el papel, por el golpe de los dedos en el teclado; hay que seguir el ritmo del corazón, de la lluvia, de la ciudad, de lo inasible y volver luego para plasmarlo y soltarlo al viento. Hagamos del escribir un vuelo de palomas…
¡Chale! Me fui volando.

jueves, 25 de septiembre de 2008

Ella y él

A ellos, por todo.

Ella llegó a la universidad a los 15 años; él trabajaba desde los 19 dando clases. Venían de mundos muy distintos, pero algo pasó y se encontraron en la Facultad de Ciencias. Él creía que ella era casi una niña y ella, que él era un señor. A ella le encantaban Los folkloristas y Los cinco latinos; él oía bossanova y música clásica. Ella había vivido todo el tiempo en la San Rafael; él creció en la Doctores y luego se cambió a la Santa María. Ella era toda amiguera y él reservado; fue criada entre dos mundos mientras él actuaba en Las Moscas. Ella tenía una familia pequeña; él siempre conocía a alguien nuevo en cada reunión familiar. Ella era espartana y él, ateniense. Ella le bajaba los calcetines con los pies por debajo de la mesa en la cafetería para seducirlo; él la pasó al asiento de atrás del vochito cuando ella primero dijo que no. Ella usaba minifalda y calcetas; él prefería vestirse de negro y a diario, usaba traje y corbata. Ella era El Quijote y Picasso; él era Sartre y Botticelli. Ella tenía múltiples collares de colores en tanto él guardaba algún recuerdo de poesía en la cartera. Ella había bailado flamenco y jotas; él leía a Anatole France, a Bertrand Russell y a Stefan Zweig. Ella era Beatles; él, Elvis Presley. Ambos pasaban muchas vacaciones en Veracruz y amaban el puerto. Juntos resolvieron emprender una aventura en una esquina soleada. Ella se llamaba Lolila y él, Donzalo. Años después, descubrí que eran mis padres.
Imagen que acompaña: Maheriana (2008) que por alguna razón oscura, o ni tanto, inspiró el texto.

lunes, 22 de septiembre de 2008

Euqus-nox

Vino y se fue Kukulcan, pero nos dejó el maldito horario de verano...

De Guernica a Michoacán


He tardado en digerirlo. Ni modo, soy lenta, ¿qué le voy a hacer? Me quedé un rato pensando en si valía la pena comentarlo pero luego de varias disertaciones concluí que no me puedo quedar callada al respecto, así que abramos el pico.
En casa cuelga una copia del Guernica, homenaje a la historia familiar y también recordatorio de la necedad humana. Tremenda barbaridad que, entre muchas otras, no acaba de enseñarnos que matarnos los unos a los otros no es la solución, sea cual sea la razón. Dicen por ahí que la falta de política es la guerra, pero me atrevería a pensar que es más bien EL gran negocio y motor de ciertas economías.
Por desgracia, las barbaridades son comunes en la historia de nuestra especie. No las confundamos con la agresividad instintiva, arena de otro costal y probada est que en diversos organismos, no ocasiona los mismos efectos. Por muy salvajes que sean algunos animales, nos llevamos el premio mayor con creces. Sin embargo, la escala actual de barbaridades que nos rodean me deja atónita y con una sensación de vacío que no hay manera de llenar.
Y si bien nos creíamos impunes, desde hace ya varios años se nota que en nuestro país va in crescendo la cascada de barbaridades, atrocidades feroces, que nos bombardean una y otra vez. Pareciera que las noticias compiten para ser cada vez más ríspidas, más amargas y devastadoras. El grito de horror del pasado 15 de septiembre nos muestra que, de no cambiar las cosas, el vórtice violento y deshumano nos tragará sin contemplaciones, como ya lo ha hecho con otros países en nuestro continente y más allá de los océanos.
Se oyen muchas voces que claman justicia y de hecho, la afrenta alcanza sin lugar a dudas todas las esferas sociales y políticas de nuestro país. Pero el punto es qué hacer nosotros mismos, cómo parar el motor del narcotráfico. La respuesta me parece relativamente sencilla, aunque se me antoja inalcanzable dadas las estadísticas que hoy se presentan en torno al consumo de drogas en México. Y no es que atente contra la libertad individual de decidir qué hacer con el propio cuerpo, cada quien sabe su cuento, pero el espeluznante aumento en el consumo de sustancias prohibidas nos emite una señal de alarma: a mayor consumo, mayor problema. Peor todavía, la edad a la que se inicia dicho consumo, desciende como bólido. ¿Dónde están las campañas de prevención, qué se hace actualmente con los jóvenes, cómo se les guía hacia otras tierras menos inhóspitas? Menuda faena a resolver.
Justo ayer se celebró el Día internacional por la paz. Apenas me enteré y no creo haber sido la última en saberlo. Desde nuestra pequeña y solitaria trinchera, hagamos de la paz nuestra consigna, día a día. Hay montones de maneras para contribuir personalmente, el punto es no dejar de hacerlo y despistarnos con la ilusión de que otros tienen la responsabilidad de aportar las soluciones. Pongamos nuestro granito de arena con la conciencia de que no todo está perdido… aún. ¡Encaremos, de una vez por todas, la barbaridad!
Imagen que acompaña: Pablo Picasso (1937), Guernica.

Homenaje a mi testarudez

Dije repetidas veces: Usted está aquí.
Mucho más tarde entendí que en realidad, estaba en otro lado.

domingo, 21 de septiembre de 2008

La orilla del mar



En la playa sólo se veía la silueta de una mujer que caminaba. Era martes. El viento movía sus largos cabellos castaños al son de las rachas. Se balanceaba como un espectro al borde de las olas, sin rumbo ni propósito; parecía más bien, que el aire era quien conducía su andar. Yo la observaba desde mi ventana.
Sentía cómo los granos de arena jugaban con los dedos de mis pies; no tenía que verlo, lo adivinaba tan sólo pensarlo. Acompasando el lento movimiento, uno a uno, se escurrían y regresaban al suelo blanco e infinito. Mi mirada no estaba en ningún lugar: la luz llegaba a mis ojos más no transmitía imágenes, la cabeza estaba ocupada con otra cosa. Los recuerdos, como olas, se abalanzaban sobre mí.
La tarde era plomiza y fría, las nubes se agolpaban en el horizonte, el mar rugía con sus tonos de grises y espumas, y con el estruendo del aire, renacía un silencio nuevo, más pleno, anunciando acaso una tormenta. Pero ella seguía allí, incólume, recorriendo la costa, ajena a mi presencia.
El viento se colaba en mis ojos y los llenaba de agua, las nostalgias pasadas irrumpían dentro de mí como un canto purificador para transformarse en aire y escapar hacia ninguna parte. Mi caracol se estremecía con los ecos de cada imagen, y quizá como un reflejo, mi piel hacía lo propio al contacto de la brisa. —No fueron los aires difíciles, sino la ausencia de ti…— pensaba, mientras el tiempo me abrazaba con sus tenues sombras. Un grito desde lo más profundo no quiso salir por mi garganta y quedó arremolinado en alguna parte de la memoria...
La luz comenzó a escasear mientras las sombras crecían. Ella se detuvo y miró hacia el horizonte que comenzaba a desaparecer. Inmóvil, como si fuese un espectro, la fui perdiendo entre la negrura que acabó por tragarse todo. Nunca sabré si lo soñé pero el sabor amargo de la tristeza que me inundó aquel día, no acaba de irse.


Imagen que acompaña: Salvador Dalí (1925), Muchacha en la ventana.

martes, 16 de septiembre de 2008

Camino de Zacatecas


A la Jelis, por ser excelente compañera de viaje y amiga.


La carretera infinita se presentaba ante nosotras; era la una y pico de la tarde y habíamos logrado burlar el tránsito feroz, sin apenas darnos cuenta cómo. A nuestras espaldas la vastedad de la ciudad, que en una de sus caras más agrestes, nos despedía. Todavía no podíamos otear el horizonte.
Pasados algunos kilómetros, la autopista México-Querétaro se volvía más amable, más verde: unos cuantos árboles, pirules si mal no recuerdo, nos escoltaban el camino. Al llegar al “libramiento” de Querétaro fue justo cuando todo empezó a cambiar. Una recta interminable, que subía y bajaba y se perdía entre los montes, rodeada de campos verdes y de granjas de pollos. Como íbamos a contraflujo, casi podíamos sentir que estábamos solas y que la paz, tan anhelada, nos iba alcanzando, poco a poco, luego de tantas lunas.
Una vez en Guanajuato, los pueblos y las ciudades se fueron espaciando. El camino era bastante plano y casi sin curvas, el paisaje a ratos seco y dorado, a ratos medio verdoso, y el azul con pocas nubes. El eco de otro gobierno se sentía en el ruido de las llantas sobre el cemento, ahora medio agrietado y bacheado con ese estilo tan elegante, tan nuestro. La tarde caía sabrosa sobre los puestos de tunas y fresas con crema; los paseantes se detenían a comprar cuantas delicias cayeran en sus manos con el afán de refrescarse, aunque fuera un poco, del sol abrasador que teníamos encima.
Y así como quien cambia de pavimento, cambiamos de estado y de paisaje. San Luis Potosí nos recibía con algunos declives y sus huizaches, la huella digital del norte según me contaron, que anunciaban la puerta a la mesa norte del país. Los montes se espaciaron, como quien necesita separarlos para cubrir una mayor extensión de terreno, en esta tierra de canteras amarillas. Pero para quien nunca había llegado tan al norte de nuestro país, la forma de los montes también empezó a cambiar: poco a poco, se fueron achatando y dejaron de tener esa forma de picos elevándose al cielo para volverse mesetas y otras muchas formas caprichosas que el viento esculpe lentamente con el paso de los siglos. A lo lejos, se veían zonas con nubes negras de tormenta que rugían furiosas e incesantes sobre otras latitudes.
Como recordatorio del cambio climático, Jelis me comentaba que nunca antes había visto tantas nubes en este paisaje, ni tanto verde en verano; la tristeza invadió mi corazón. Y fue entonces cuando me contó de qué están hechas las nubes… Yo, que siempre había creído que las nubes eran de vapor de agua, no pude más que quedarme boquiabierta al saber que además del vapor, contienen agua en estado líquido y sólido, son coloides, ¡menuda sorpresa!
Nuestro paso, o más bien rodeo, por la capital del estado, me dejó un amargo sabor de boca: una zona industrial, árida y gris que parecía no acabarse nunca, acompañaba el paisaje y no invitaba al viajero a quedarse un minuto más de lo necesario. Nos desviamos de la carretera que va más al norte y a la Huasteca y enfilamos por el libramiento Tangamanga, cuya sonoridad me capturó. Por todos lados, fraccionamientos de casas idénticas, una detrás de otra, nos indicaron que la ciudad está en pleno crecimiento; debe ser industrial, supongo.
Después de no pocas vueltas, logramos llegar a la autopista que conecta las dos capitales de estado en el corazón del país: San Luis y Zacatecas. Una ciclopista marca casi el límite de la ciudad y divide a la autopista en dos, unos cuantos kilómetros hacia fuera. Sin embargo, la ciclopista está viva y me sorprenden varios ciclistas en una y otra dirección.
El estado de Zacatecas nos recibió con el mejor augurio que pude haber imaginado nunca. De pronto, en una de las poquísimas curvas del camino, apareció un arcoiris cuya imagen llevo ya grabada en mi corazón. No era uno, sino tres, todos perfectamente visibles y nítidos, con sus colores delineados. Y tal fue la emoción que hicimos un alto en el camino, y bajamos, en el medio de un aire helado y una carretera casi desierta, a contemplar el espectáculo y a tomar algunas fotos que sin lugar a dudas, no reflejan un ápice de la belleza que teníamos frente a nuestros ojos.
Para quien no tenga las clases de geografía frescas (si es que las tuvo), la forma caprichosa de los dos estados produce que la carretera entre y salga de ellos, en forma alternada, haciéndole una jugarreta al viajero desprevenido. Pues justo cuando uno cree que ha llegado a Zacatecas, se encuentra con un letrero de “Bienvenido a San Luis Potosí”, y siente que es presa de la dimensión desconocida y que ha desandado el camino sin darse cuenta. Por fortuna, llevaba una guía autóctona que me tranquilizó ante la aparente incongruencia y seguimos el camino.
El suelo se volvió rojo intenso y los espacios se ensancharon, transmitiendo la sensación de pequeñez que cualquiera debiera ejercitar más a menudo. Y aunque seguíamos en tierra de huizaches, los montes chatos, cada vez más escasos, permitían contemplar la vastedad de la tierra que estábamos pisando: hacia donde voltearas, el horizonte se escapaba de la mirada.
La tarde caía y nos sorprendió el cielo con sus un mil colores simultáneos, que yo nunca antes había presenciado. Colores de fuego y de sombras, unos y otros en rincones distintos del paisaje, anunciando la partida del sol por ese día y yo sin saber para dónde voltear primero o cómo hacer para guardarme ese recuerdo por siempre. Y la carretera recta e imperturbable, seguía su paso, avanzando cada vez más sobre los 144 kilómetros flamantes de doble carril, en cada dirección, que la componen (salvo el tramo de 21 kilómetros que sigue siendo de ida y vuelta pero que ya se está construyendo).
Poquísimas poblaciones pero conforme caía la noche, veíamos sus lucecitas brillar perdidas en toda aquella inmensidad. El camino escoltado por algunas granjas y también árboles con sus puntas superiores desnudas, producto de la helada negra (ese fenómeno tampoco lo conocía, otra gran aportación al camino de la Jelis). Como ha llovido tanto, el paisaje fue bastante verde todo el tiempo, y con los últimos rayos de luz, las siluetas de los montes se iban mostrando caprichosas y elegantes, mientras que en el cielo, tras el perfil de algunas nubes, las estrellas comenzaron a saludarnos.
Ya entrada la noche, a lo lejos se vislumbra un gran resplandor en medio de la negrura que nos envolvía, era la ciudad de Zacatecas, arropada, entre otros, por su cerro de la Bufa. El aire huele a mojado, señal de que antes llovió, y el coche sigue devorando los kilómetros. De pronto, como magia apenas, entramos por el boulevard arbolado: Zacatecas nos recibía con los brazos abiertos.


lunes, 15 de septiembre de 2008

Volver a nacer

Y si pudiera volver a nacer, elegiría ser océano y mar, y tendría mil tonos de azules y verdes y brillaría a la luz del sol; llenaría el horizonte de destellos y de espumas frágiles que se evaporasen al llegar a la costa, y sabría a sal y a arena. Mi constante movimiento sería al capricho de la Luna para agradar a las estrellas, y engendraría tempestades y tendría abismos y volcanes, acogería islas y barcos, sirenas y calamares. Inspiraría poetas y pintores, enamorados y tristes, soñadores y viajeros. Tendría inmensidad y majestuosidad, generaría respeto y acaso, miedo, pero también alegrías sin fin. Conocería el secreto de la vida y la morada de los Titanes, guardaría recuerdos de tantas gestas y pasares, de canciones y también tragedias. Mis olas arrullarían a los que duermen cerca, y les hablarían de sueños que nadie nunca se atrevería a contar, ni siquiera a recordar, llenos de luces y de profundidades.

Pero también podría ser árbol, y llenarme de verde en primavera y sentir cómo el viento mueve mis hojas mientras me cuenta las novedades. Y contemplaría el paisaje que a mi alrededor se yergue, y daría cobijo a muchos seres y sombra a los caminantes. Mi corteza sería laberinto en el que la vida se perdiese y mis ramas sostén, con suerte, de algún columpio de niños para guardar en mi memoria sus gritos y carcajadas. Y despertaría al canto de los pájaros y dormiría con el sigilo de las hormigas. Florecería en marzo y daría mil colores al espacio, y en invierno reposaría como testigo casi inerte, al son de un cielo nublado y de los aires difíciles.
Quizá podría ser flor y desperezarme a los cálidos rayos del sol, y encantar a los insectos con mis colores, y contemplar las miradas de los hombres. Mi perfume evocaría recuerdos y cautivaría momentos, atraparía instantes de memoria para los que quedan. Atraería colibríes y mariposas, abejas y niños curiosos de atraparme y guardarme para siempre, en su mesita de noche.
Quisiera ser libro, y llenarme de palabras plenas y sonrisas frescas. Acompañar a los soñadores en sus viajes y a los niños en sus sueños, a los románticos en sus penas y a los agrios en sus condenas. Sería un amasijo de papel y tinta, que hiciera temblar las manos de quienes me lean, para atrapar sus horas de insomnio y quién sabe, hasta las de ocio. Guardaría los dones del lenguaje y el equipaje de los justos, el susurro de los mares y el amanecer más lindo que nadie nunca presenció. Contaría historias y verdades, recordaría instantes y otros mundos, de los que nadie tuvo conocimiento jamás. Sentiría el suave paso de las manos por mis hojas, y el apretón de otros pares al descansar en un librero o tal vez, en las profundidades de una mochila de escolar.
Y si fuera llave, abriría todas las puertas y ventanas y pondría fin a los secretos, daría paso a todo lo bueno y encerraría la maldad humana. Sería clave de la existencia de aquellos que atesoran riquezas y esconden miserias. Siempre llevada a cuestas, junto con otras llaves, o a veces sola, las manos jugarían conmigo y sentiría su tacto, su sudor, sus anhelos. Encajaría con una cerradura, o con varias, y al girar, generaría sorpresas y delicias, gritos y susurros, suspensos y tristezas.
Si fuera lluvia, otra cosa sería. Regaría campos y jardines, ciudades y despoblados, almas y tumbas. Me perdería en mi sonido, unas veces frenético, otras, suave, cuando golpea con el suelo, con las plantas, con las calles. Me gustaría contemplar, cuando cayera, la feria de paraguas de colores, las personas corriendo, los locos gritando felices y abriendo hacia el cielo los brazos. Mojar aquella banca en el parque me traería nostalgias y sobre las fuentes, desbordar las aguas me haría sentirme devastadora.
Más aún, podría ser papalote y volar al suspiro del viento e iluminar el cielo con colores. Traería sonrisas a los niños y a los más viejos, y vería el horizonte mucho más cercano. Tendría diversas formas y varios materiales, y siempre una cuerda que me recordaría de dónde vengo cuando más quisiera alejarme. Y jugaría con las nubes, ahí en lo alto, y mandaría mensajes de un lado a otro, y atraparía las miradas y los corazones.
Y luego querría ser vela para iluminar todos los rincones y llevar luz a todos los corazones. Los ojos me seguirían por donde fuese y las sombras, divertirían a los que a alrededor estuviesen. Daría pasión a los sentidos y emoción a las voces, misterio a los quebrantos y suspiro a los vencidos. Cambiaría las perspectivas y haría soñar a los cuerdos.

Pero, entre todas las cosas, si pudiera volver a nacer, elegiría ser, simplemente yo misma.

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